FRÍO


Además de en las pantallas de nuestros monitores, el invierno ha llegado en estos comienzos
del undécimo mes del año. La escarcha que cubre los campos, los aires gélidos que te
reconfortan la primera vez que inspiras aire al salir de la puerta; la incipiente preocupación
que te hace desenterrar los cálidos abrigos del fondo del armario. El frío, odiado por muchos,
amado por otros tantos.

Este sábado, la lluvia arreciaba los ventanales que conforman la pared lateral de mi habitación,
cuyas persianas estaban alzadas para que pudiera observar la bella estampa. Belleza resultante
gracias a un café caliente y una manta que cubría todo mi cuerpo. Es interesante observar lo
reconfortante que resulta el mal tiempo cuando te encuentras protegido por el calor
hogareño. Bienestar que se disipa en un instante cuando, tras la pertinente ducha, me
dispongo a coger el paraguas de su correspondiente perchero.

En el ascensor, los típicos –obligados a veces, forzados otras – “buenos días” y “hasta luego”,
dirigidos a los vecinos, necesarios saludos para mostrar una correcta educación, que todos
queremos atesorar. Tras abrir la puerta de mi casa e incorporarme al fluir constante de
personas, propia de las calles más saturadas de San Sebastián, me dispongo a, simplemente,
observar.

Mi vista se centró primeramente en una mujer, ataviada con un desmesurado abrigo hecho
con piel de oso y un maquillaje que cubría cada capa de tez, mero intento fallido de
enmascarar una edad que andaría por los 60; ignoraba que las manos dan mucha mayor
información al respecto que la cara. Mientras andaba con paso ágil, con su móvil pegado a la
oreja, profería por la comisura de su boca exabruptos tales como “¡Vete a tomar por culo!” o
“¡Te lo dije que era para hoy!”, impropias de una mujer con la apariencia que ella deseaba
mostrar.

Tras ella, un hombre que, con paso más calmado, se disponía a entregar a dos niños que tenía
al lado un envoltorio que contenía galletas María en su interior. Tras un primer intento fallido, donde los niños hicieron caso omiso a sus indicaciones, logró que ambos decidieran repartirse el contenido, con tres galletas para cada uno. La inquina con la que se dirigía a los niños me esclareció que se trataba de una relación paterno filial, pues el parecido entre ellos me imposibilitaba llegar a tal conclusión.

Finalmente, mis ojos se dirigieron a una mujer, sentada en el suelo encima de un cartón, con
un recipiente de vidrio al lado. En este caso, no hubo dudas. Se trataba de una indigente más,
que se postraba en la calle, al lado de muchos otros, para recabar cualquier muestra de
solidaridad ajena. Pero, una vez más, las apariencias me engañaron. Vi algo diferente en ella. Algo extremadamente hermoso.

Ante el caso omiso que mostraban los transeúntes que pasaban a su alrededor, ella les
correspondía con un “¡Buenos días!”, acompañado con una tierna y extensa sonrisa y una
mirada profunda, mirada que no encontraba respuesta en ningún momento, pues nadie se
detenía tan siquiera a mirarle. En aquel instane, una duda me comenzó a carcomer por dentro, ¿quién debía envidiar a quién?¿La indigente a las anteriores personas?¿O ellos a ella?

Tras estar un buen rato observándola y examinando su proceso, la cual no interrumpía la
continua falta de respuesta ni la incesante lluvia, sugerí marcharme a casa, presa del hambre,
pues las agujas del reloj atisbaban las 2 del mediodía. Esa noche no hubo calefacción ni manta
que hiciese despojarme del frío que me sacudió esa mañana. Frío que ningún invierno ni
ningún caminante blanco me ha hecho sentir.