Escapar del momento

La principal diferencia entre el ser humano y el animal radica en el empleo de la razón. Somos capaces de otorgar a los instintos un eslabón inferior; podemos escapar de sus cadenas. Esta afirmación es aceptada mundialmente y carece de cualquier posibilidad de controversia. Ahora bien, muchas voces afirman contundentes que en la vida hay que “dejarse llevar” por estos sentimientos, intuiciones, pues es la manera más pura de disfrutar del momento. No quisiera reflexionar sobre esta última afirmación, cuya aceptación padece una total alteración antes y después de un hecho.

Tras haber hablado con anterioridad de la postración al error que comete quien tiene en los sentimientos sus ejes de actuación, mi intención esta vez es meditar sobre la clarividencia a la hora de observar algo, esto es, la capacidad que tenemos de comprender y discernir claramente las cosas. Para aumentar exponencialmente las posibilidades de obtener éxito en tal empresa, observo necesario escapar del momento, entendido éste como el instante que guarda intrínseco los sentimientos, pareceres o sensaciones. Hechos que competen a nuestro ánimo, importantes y de notable significación.

Está constatado que somos seres reactivos, que ante un impulso exterior se produce en nosotros irremediablemente un parecer. Si escuchamos un grito cercano, necesariamente nos alteramos y giramos la cabeza al punto de origen de tal chillido. Si observamos la escena entre Jack y Rose (Titanic), nos embarga la pesadumbre y hasta algunas lágrimas recorren nuestra tez. Ahora bien, estas escenas pertenecen a la esfera de la indiferencia, son ejemplos que no tienen recorrido más allá del momento o las 3 horas que dura la película. Como bien he comentado, quisiera poner la atención en aquellas situaciones que sí son determinantes para nuestro estado emocional o felicidad.

Mas allá de personas más o menos dramáticas, si nos hallamos ante una situación donde el agobio o la preocupación nos invade, nuestra mente quedará abnegada de pensamientos negativos o circunstancias que nada tienen que ver con la realidad, son meras reproducciones de tales sentimientos. Esto es, esas sensaciones provocarán en nosotros una nula capacidad para observar los hechos de manera clara; lo haremos de manera totalmente distorsionada.

Por el contrario, si nos encontramos radiantes de alegría, producto de una determinada circunstancia positiva, nos será mucho mas fácil caer en conclusiones precipitadas que nada tienen que ver con la realidad. La euforia tiene el mismo carácter deformativo que los sentimientos anteriormente expuestos.

Otro estado emocional bastante recurrente es la pena. Bajo mi punto de vista, quizás nos hallemos ante el sentimiento más peligroso de todos; pues trasciende de la observación a la actuación. Al menos, de manera más reiterada que todas las demás. Si reflexionáis sobre acciones que habéis llevado a cabo “por pena”, veréis que todas ellas tenían su eje de actuación en la propia compunción; no eran fruto de vuestro deseo o de una decisión meditada. Que, una vez superado ese estado, al tener carácter variable, las decisiones se tornan en totalmente opuestas.

Asimismo, es curioso observar las veces que escuchamos aquello de “no quiero que lo hagas por pena”, adjudicándole al sentimiento una conceptualización negativa, pero ¿y lo fuerte que resulta una vez que nos invade?

Evidentemente, el sentimiento más totalitario de todos es el amor, tanto en su variable positiva como negativa. Si se da una ruptura sin que haya una correlación en el deseo de ambas partes, la persona afectada cambiará totalmente su parecer respecto a la otra persona. Todo lo demostrado hasta entonces, mucho más regular y fuerte en el tiempo, quedará en agua de borrajas. Eso sí, una vez pasado el dolor, la rabia, la desesperación y demás, se dará cuenta de que todas esas conclusiones fueron precipitadas y falsas.

Por el contrario, cuando iniciamos una relación, nos invade el amor y creemos que nuestro estado de ánimo se halla en el punto más álgido, se da una fuerte idealización de la otra parte, en el sentido que potenciamos sus virtudes y restamos importancia -o directamente, ignoramos de manera consciente- sus defectos. Pasado el tiempo, muchas veces repetimos aquello de “la/lo idealicé al principio” o “antes no era así”. Esclarecedor.

Por todo ello, escapar del momento, de esos estados de ánimo, es clave para observar las cosas de manera clara o más cercanas a la realidad. Es llamativo; en muchos casos nos damos cuenta una vez superado ese sentimiento de la deformación de nuestra mirada. Esto no quita para que la siguiente vez hagamos exactamente lo mismo. Una y otra vez. Será porque, además de ser el único animal consciente, somos los únicos que tropezamos dos veces en la misma piedra.